Ciriego, Cementerio Jardín.

Es visita obligada desde que estoy solo. En el lugar elegido para depositar los restos de mi esposa hay limpieza y construcción protegida en una nueva nave que atienden y cuidan. Todo está muy bien menos el viento sur junto a la costa que, machaconamente, asola las tres rosas y el girasol que tercamente renuevo.
Luego llega uno de los autobuses que enlazará en Corbán con el que me deja en casa. Los visitantes domingueros ya nos conocemos. Saludo al entrar a un gitano mayor que hace el viaje con su hija viuda. El señor es pausado y discreto pero su hija reflexiona en voz alta y los viajeros próximos solemos asentir con la cabeza sin entrar en discusiones, pero dice verdades como puños.

-Hace siete años incineré a mi marido porque creo que es la forma más adecuada de terminar la vida y creo que el futuro esa será la única forma de enterramiento. Dos años tuve sus cenizas en el mueble-bar de mi salón hasta que decidí echarlas al mar, aquí mismo. Y estará con la sirenita y con los pulpos sin tener que comprar nichos ni pagar mantenimientos, ni venir a limpiar la losa como una esclava, ni gastar dinero en flores. Los jóvenes lo tienen claro. Vienen una vez al año y traen una flor. Y hasta el año que viene. Que aman la vida y lo demás es tristura y sufrimiento enfermizo. –

No tuve más opción que mirar a los ojos a la joven viuda y asentir con la cabeza.

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