Hay en la ciudad un personaje muy peculiar que va por la calle saludando a todo el mundo. Hace mucho que le conozco y siempre me ha tratado con mucha atención, quizás porque le escucho y sigo su charla sin importunarle. Ahora recuerdo nuestro último encuentro. Me bajaba yo de un autobús urbano y al poner un pie en el suelo mi personaje me paró, muy ceremonioso. En otras ocasiones se había dirigido a mí con títulos importantes que estoy muy lejos de poseer, pero esta vez me llamó “Señor Enviado” y la conversación se desarrolló más o menos así:
– “Señor Enviado, ¿Cuándo ha llegado usted?”, me dijo.
– “Acabo de llegar en este instante”, contesté señalando el autobús urbano.
– “¿Va a quedarse mucho tiempo entre nosotros?”, preguntó con interés.
– “Solamente dos días”, respondí escuetamente.
– “¿Sacará usted tiempo para que podamos tomar un café juntos?”, añadió.
– “Lo haré con mucho gusto”, le dije sonriendo.
Varias personas que estaban en la parada del autobús asistieron a nuestra conversación y no disimulaban su interés.
– “Estará usted enterado del nombramiento de un nuevo Papa”, me dijo de repente.
– “Algo he oído sobre ese asunto”, le contesté.
Las personas de la parada, estupefactas, no daban crédito a sus oídos y me miraban con encono, pues ya conocían a mi interlocutor.
– “Gracias por informarme. Y ahora le ruego me dispense”, contesté, temiendo que el auditorio se enojara.
-”Quedo a su disposición, Señor Enviado, y no olvide llamarme”, me dijo, mientras me daba un apretón de manos.
”Ha sido un placer saludarle”, le respondí y eché a andar en dirección opuesta a la de él.
La llegada del siguiente autobús me impidió contemplar los rostros airados de aquellas personas.