Gigantones

Desde muy chico me embelesaba contemplando a los Gigantones que abrían los festejos en las calles de Logroño, con sus evoluciones y su porte majestuoso. Eran la media docena de siempre, pero no logro acordarme más que de cuatro: el rey y la reina con sus coronas, el hombre de la boina y la mujer del pañuelo en la cabeza. Pero estoy seguro de que eran seis. Porque los cabezudos eran otra cosa. Los había de todas clases, aunque no me acuerdo de ninguno. Representaban personajes histriónicos y los llevarían chavales mayores para que pudieran sostener sobre sus hombros el cabezón de cartón y aún se movieran sin cesar, atizando golpes indoloros sobre la cabeza de los niños atemorizados y asustando a las viejecitas que habían conseguido ponerse las primeras para presenciar el recorrido; yendo y viniendo pero permitiendo la progresión de la marcha que avanzaba para dejar paso a otras charangas o carrozas.

Pero los Gigantones que iban delante bailando y revolviéndose, mirando desde lo alto con sus muecas perennes, tenían que moverlos personas que irían de acá para allá siguiendo los calendarios de ferias y celebraciones y tendrían que ser fuertes para soportar los artilugios de madera y cartón piedra e imprimirles gracia y salero en sus bailes y pasacalles sin sentir mareos y náuseas. Se dice que piensan por la bragueta, porque precisamente a esa altura del Gigantón tienen los ojos y la frente, el intelecto, tras una tupida y disimulada tela metálica.

Me hubiera gustado asistir al término de alguno de esos desfiles y ver salir de debajo de los Gigantones a los hombrecillos que les imprimían vida y movimiento y que, cansados pero contentos, se irían en grupo a tomar chiquitos y participar de las fiestas.
Arriba