Reconozco que me ha costado mucho conseguirlo. Casi toda la vida. Y han sido años de esfuerzo y tensión, de mantener las buenas maneras, de saludar sonriente y de ceder el paso y el asiento a las señoras y a los mayores.
Pero aunque sentadas las bases hace mucho tiempo, fue a partir de mi jubilación cuando comencé a comprobar los resultados. Ya la gente con la que había tenido contacto laboral dejaba de saludarme, especialmente aquellos a los que había hecho manifiestos favores. Y en los bares podía permanecer un largo rato ante el mostrador sin que parecieran advertirme y si pasaban la obsequiosa bandeja ni se detenían ante mí.
La convicción definitiva surgió esperando a mi mujer, que había entrado en un comercio. Paseaba por la acera de una calle céntrica y totalmente vacía cuando, de repente, apareció el coche de mi nuera a la que acompañaba mi nieta mayor y, a pesar de mi costumbre, las vi pasar con estupor ante mis ojos. ¡Lo había logrado! ¡Había conseguido hacerme invisible!
Eso sí, habré de extremar los cuidados en los pasos de cebra pues si cuando era visible no se detenía nadie ahora podría serme fatal.
Publicado en “Cuentos alígeros” de Editorial Hipálage.