Como no me he desenvuelto en esferas importantes solo he conocido a pequeños miserables. La primera que recuerdo era una vecina que guisaba en el balcón por no utilizar su preciosa cocina recién instalada. Luego fue un familiar que había adquirido un tresillo y lo mantenía cubierto con sábanas para preservar su envidiable pana dorada. Después, otros que compraban un coche y no lo sacaban a la calle durante meses por miedo a que se lo rayaran en los aparcamientos de las playas o sufrieran las delicadas pinturas metalizadas los rigores del verano.
Los hay que utilizan las instalaciones de su empresa para no usar las suyas propias. Recuerdo la circular confidencial de una institución bancaria preocupada por el incremento inexplicable en el gasto del papel higiénico.
La lista se hace interminable al ir recordando a quienes ignoran el uso de las intermitencias y disfrutan entorpeciendo la marcha de los demás o a los que desprecian los “ceda el paso” y se ríen por el derroche de rayas en los pasos de cebra.
A poco que penséis os iréis acordando de la gran cantidad de miserables que tiran cosas al suelo o no recogen las suciedades de sus mascotas o desparraman el contenido de las basuras o, simplemente, se suben a un autobús antes de los que esperan con paciencia.
Y todo es por lo mismo, porque desoyeron a sus maestros y fueron díscolos y cafres desde pequeños y no entendieron nunca lo hermosa que resulta la buena educación.