Spory

No es un nombre raro tratándose de un perro. Era el perro de mis cuñados Linda y Fernando, que vivían en El Puerto de Santa María y trabajaban en Rota. Linda, que es de Nueva York, solía viajar a su querida ciudad un par de veces al año y aunque normalmente dejaban a los animales, un perro y un gato, dentro de su finca y al cuidado de la persona que hacía las labores de limpieza unos días y del jardinero que iba a repasar el césped y los arbustos otros, por alguna circunstancia aquel año tuvieron que dejar a Spory con mi suegra en Algeciras hasta su vuelta.

Coincidió que también nosotros, mi mujer y mis hijos, íbamos a pasar unos días en casa de mi suegra. Y llegamos de viaje cuando apenas se acababan de ir los americanos, así que, tras los saludos correspondientes, nos fuimos a dejar a los niños en casa de sus primos, donde se quedaban todos los años.

Aunque estábamos cansados del largo viaje desde San Sebastián, nos sentíamos tan a gusto junto a la familia que nos recibía siempre con gran afecto. Mi mujer tenía tres hermanas y cuatro hermanos y, excepto uno que vivía en Madrid, los demás, casados, harían que nuestra estancia fuera largamente deseada por todos nosotros durante el resto del año.

Aquella noche telefoneó mi suegra muy asustada porque el perro estaba como loco y nos rogaba que fuéramos a casa lo más pronto posible. Nadie había advertido que Linda y Fernando se dirigían a Spory siempre en inglés y que en su casa tenía un espacio abierto para retozar, por lo que al encerrarlo en un piso y hablarle en otro idioma habían transformado su vida en un infierno y el pobre animal reaccionaba como podía para quejarse de su amarga situación.

Cuando llegamos, me limité a acariciar a Spory diciéndole pequeñas frases cariñosas como “What’s the matter, baby?, Poor little thing!, Pretty dog!, Spory, sweet, love!, Please, come here!, Let’s go out and run! “ Y así, brincando y saltando a mi alrededor, alborozado, lo bajé a la calle para que corriera y luego subimos a casa y se acostó en un cesto grande que le puse en nuestro cuarto. Aquel verano ya no se separaría de mí y cuando salíamos a cualquier parte le daba unas palmaditas y le decía unas palabras amables y nos esperaba hasta que volvíamos para bajarlo a echar unas carreras y ya no incomodaba a mi suegra y nos adivinaba desde que metíamos la llave en la cerradura del portal.

Aquel verano me convencí de la utilidad de mis estudios de idiomas, que habían servido para poder entenderme con un perro.

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