Una noche de hotel

Tenía una cita en una importante clínica oftalmológica de Oviedo y recurrí a la agencia de viajes habitual para que me buscaran un hotel. Me indicaron uno cerca del centro de la ciudad pero suficientemente apartado del bullicio y fácil de desplazarse paseando a cualquier parte. En el plano que consulté en Internet se veía, efectivamente, la proximidad a la zona de la Catedral y demás lugares de mi interés. No reparé, sin embargo, en una doble vía frente al hotel y a la que no di mayor importancia.

Dejamos el equipaje mi mujer y yo y la primera sorpresa fue contemplar con asombro que para acceder del hotel a la zona centro había que superar una cuesta parecida al Naranco. Llegamos a la cima hechos polvo y sin aliento, incapaces de disfrutar con las numerosas placitas y esculturas que salpican la ciudad.

De vuelta al hotel, nos disponíamos a descansar cuando reparamos que la doble vía de circulación próxima tomaba vida especialmente de noche y eran constantes los rugidos de motores. No nos sorprendió que en el pueblo de Fernando Alonso la gente se aficionara a estos alardes de conducción, pero nos impidió conciliar el sueño durante un buen rato hasta que ese ruido de fondo llegó a arrullarnos. Y no fueron los motores los que nos impidieron dormir. En la habitación de al lado iniciaban una conversación al parecer tres personas: dos mujeres y un hombre, aunque éste apenas hablaba. De las dos mujeres una acaparaba la conversación con una voz aguda y risueña y la otra, de voz más grave, solamente asentía o no tenía ganas de hablar a esa hora avanzada. Nos hubiera gustado entender la conversación pues al menos habríamos podido asentir o compartir sus inquietudes y estar de acuerdo con ella porque su suegra se metiera en su vida o acordarnos de su madre porque no la hubiera formado convenientemente en la educación para la ciudadanía. Por dos veces evité que mi mujer se pusiera la bata y saliera al pasillo, abortando así un hermoso sainete. Por fin se oyó como una despedida y se cerró la puerta. El silencio que siguió comenzaba a adormecernos cuando descubrimos de repente que la que se había despedido era la mujer que hablaba menos, pues la de la voz aguda y cantarina comenzó a conectarse con familiares y amigos a través del móvil. Hasta yo pensé en salir al pasillo, seguro ya de que al día siguiente no necesitarían dilatarme la pupila. Me dormí entre chirridos y acelerones y presencié el terrible accidente de Robert Kubica en Montreal junto a la cogida pavorosa de Morante de la Puebla en Las Ventas. Me desperté sudando y con frío. Los ojos bien, pero he cogido un buen catarro.

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