La Residencia

Como por las tardes había poco que hacer, se reunían varios residentes y formaban animada tertulia en la que eran habituales las discusiones al no ponerse totalmente de acuerdo sobre diversas materias que la mayoría creía dominar. Habían tenido distintas profesiones y variados trabajos, pero siempre surgían asuntos en los que ninguno de ellos era un experto reconocido por los demás.

– “Me temo, Sr. Eusebio, que ya le fallan a usted las potencias del alma”, decía Don Donato, antiguo secretario de ayuntamiento en un pueblo de la zona.

– “Si lo dice usted porque ya no creo en la fe, ni en la esperanza, ni en la caridad, tiene toda la razón”, le respondía el Sr. Eusebio, encargado que fue de un almacén de vinos.

– “Esas son las virtudes morales”, señalaba Don Liberto, que en su vida laboral había regentado un negocio de muebles.

– “No sean ustedes cazurros”, aclaraba Don Donato. “Yo me refería a la memoria, el entendimiento y la voluntad”.

– “¡Correcto!”, asentía el Sr. Lorenzo, que fue empleado de Correos. “Que el Sr. Eusebio enumeraba las virtudes teologales”.

– “Tiene usted toda la razón, Sr. Lorenzo”, convenía Don Apolinar, que había sido procurador.

– “¿Entonces cuáles son las virtudes morales?”, inquiría Don Liberto.

– “Pues la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza”, sentenciaba el Sr. Casiano que, por haber sido sacristán y a pesar de su avanzada edad, recordaba las enseñanzas del Catecismo.

– “Para mí lo más fácil son los sentidos corporales”, añadía Don Eugenio, maestro octogenario.

– “Y cuáles son esos?”, indagaba el antiguo vinatero.

– “Pues ver, oír, oler, gustar y tocar, Sr. Eusebio”, decía Don Eugenio.

– “Eso es pan comido”, comentaba el Sr. Casiano. “Pero si nos metemos en profundidades se armarán ustedes un lío, pues el entendimiento, que según Don Donato es una potencia del alma, también es un don del Espíritu Santo”.

– “¡Toma ya!”, agregaba Don Apolinar, “Pues la fe, a la que se refería el Sr. Lorenzo como una de las virtudes teologales, es también uno de los frutos del Espíritu Santo”.

– “Sí, señor, es cierto”, admitía el Sr. Casiano. “Y la fortaleza, que yo mismo les indicaba como una de las virtudes morales, es también un don del Espíritu Santo, pero esa es otra historia y me falla la memoria”.

– “Tiene usted razón, Sr. Casiano”, convenía Don Eugenio, “que si tuviéramos que recitar aquí los dones y los frutos del Espíritu Santo a más de uno nos saldrían los colores”.

– “Entonces acabemos la cuestión”, razonaba el Sr. Eusebio, “que estas cosas santas es más fácil practicarlas a nuestra edad que recitarlas, si es que alguna vez se han sabido. Y es que las cosas no tienen más que un cauce normal y un resultado justo y equitativo y fuera de eso…”

– “¡Claro, claro!”, concluía Don Donato, “que todo eso ocupa demasiado sitio en el cerebro y se nos está haciendo la hora de cenar”.

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