Olores y sabores

El aroma de las rosas, la hierba recién cortada, un paseo junto al mar, una taza de café o aquella llegada a la estación de Málaga, hace ya tantos años, para incorporarme a mi primer trabajo, con la asombrosa fragancia de los jazmines, son algunos olores que me han cautivado.

 

Lo que a unos gusta a otros desagrada, como sucede con el apio o los membrillos: de estos, aparte de su aroma, recuerdo que mi madre los ponía en la cómoda, junto a las sabanas.

 

Pero están también los olores desagradables que ofenden los sentidos. No se me olvida la proximidad al cuartel de Artillería de Montaña en Logroño con sus enormes cuadras de mulos o las cercanías de la Fábrica de Tabacos desde cuyo taller de desvenado se esparcía hasta Portales el irrespirable polvo de tabaco. O los aledaños del Puente de Hierro con las emanaciones pestilentes de una fábrica de curtidos, compensadas en parte por los efluvios de un tostadero de café.

 

No puedo olvidar el aceite de ricino con el que nos purgaban. Por cierto, mi vecino de entonces y amigo en la distancia Pedro Fernandez, Pedrito, relamía la cucharita una vez ingerido el contenido que a mí me revolvía el estómago durante varios días. Y no digamos el aceite de hígado de bacalao, para potenciar el apetito o más bien para poder tragar aquellas odiosas legumbres de la época. Era un frasco milagroso que mi padre colocaba sobre la mesa sin obligarnos a tomarlo mientras comiéramos todo lo que teníamos en el plato. Pero están entre mis más desagradables sensaciones olfativas. Por culpa del ricino o del hígado de bacalao odié temporalmente los zumos de naranja o la copita de anís con los que solíamos acompañar la ingesta.

 

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