El Cochecito

 

La iglesia de San Julián en Somió estaba radiante aquella mañana de domingo, lo mismo que la recién estrenada primavera, aunque en la Misa temprana no se habían congregado muchos fieles. Los habituales madrugadores, algunos viejecitos, varios excursionistas y mi papá que me acompañaba.

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Estaba empezando la comunión y yo estaba en la fila cuando un ronroneo mecánico me distrajo de mi recogimiento y volví la cabeza. Una señora mayor muy risueña, en una silla de ruedas eléctrica, se dirigía por el pasillo central hacia el altar a una velocidad poco adecuada que hizo replegarse a la fila de comulgantes a los asientos laterales, con el consiguiente desconcierto al temer ser atropellados en aquel santo lugar.

Al ronroneo inicial le sucedieron diversos chasquidos cada vez que el pequeño vehículo cambiaba de dirección, perdido el control por su alborozada conductora que pulsaba los mandos sin lógicas secuencias, y dando varias vueltas sobre sí mismo hacía imposible situarlo al pie del altar.

El sacerdote saltó hacia atrás casi con la misma prontitud que el monaguillo, que soltó la bandeja refugiándose entre el sorprendido personal.

El cochecito daba vueltas y cambiaba de repente el sentido de su marcha sin que nadie se atreviera a interponerse en su camino. Pero lo que más me extrañaba era que la señora, en vez de mostrar un semblante despavorido, se reía nerviosa como quien se asusta en una atracción de feria.

Se había interrumpido la comunión y todos mirábamos boquiabiertos las idas y venidas vertiginosas del dichoso cacharro que dio aún varias pasadas, empujando otra vez a la gente contra los bancos, hasta que por fin detuvo su loca carrera y quedó varado y silencioso al final del templo, lo que aprovechó el sacerdote para acercarle allí mismo la comunión y los fieles recobraron su gravedad, volvió a formarse la fila, se escucharon de nuevo los piadosos cánticos y se terminó la Misa sin mayores incidentes.

Para Laura.

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