Juramentos

Hace setenta años había un porcentaje elevado de adultos malhablados y hasta blasfemos. Borrachos, trabajadores en oficios duros y gente de escasa formación se expresaban en circunstancias adversas con juramentos y palabras soeces, a diferencia de los “tacos” que salpicaban y continúan salpicando conversaciones escasas de argumentos y faltas de vocabulario.

En aquellos años difíciles los juramentos eran tan comunes que en las estaciones de ferrocarril podían leerse avisos que decían: “Prohibido blasfemar”, en un claro intento de corregir tan malas costumbres, junto a otros de “Prohibido escupir”, pues aunque la gente llevara pañuelos no los utilizaba. Hoy en cambio, gracias a los “clinex”, la higiene urbana ha mejorado mucho.

A aquellos adultos que se expresaban de un modo contundente y brutal cuando algo les contrariaba les han sucedido ahora jovenzuelos vocingleros que, siempre agrupados, ofenden con sus palabrotas cuando beben, cuando ríen y cuando nada les contraría. Pero aquéllos apenas habían tenido acceso a alguna clase de cultura, mientras que éstos están sobrados de ofertas de formación que no han podido dejar en ellos huella alguna.

Pero dentro de lo que suponía de mala educación la práctica de juramentos había quien, sin identificarse con los grupos marginales que constantemente los usaban, destacaba por la novedad de sus expresiones originales que pasmaban al personal. Cuando yo era joven nos fascinaba un personaje, dueño de una fonda, del que se afirmaba que profería los juramentos más originales y retóricos.

Como yo no lo conocía, solicité a mi amigo Enrique Enciso, que parecía conocerlo bien, que me pusiera algún ejemplo de sus inefables expresiones. Buscó, dudoso, algo que reflejara la bien ganada fama del individuo y me dijo que si, por ejemplo, se le fundía una bombilla, exclamaba enojado: “¡Mecagoen la madre del desgraciado operario que moldeó este filamento!”. Comprendí, pues, que todo el mundo le tuviera por original y diferente ante lo burdo, malsonante y repetitivo de la inmensa mayoría.

Pero luego, de repente, fue recordando otros juramentos suyos que los había escuchado en directo o se los habían referido. Me decía que iba una vez por la calle distraído cuando se cayó a una zanja mal señalizada. Cuando logró incorporarse y sacudirse el polvo profirió uno de los más sonados: “¡Mecagoen el Jefe de Obras Públicas, los trabajadores municipales y hasta el Alcalde-Presidente del Excelentísimo Ayuntamiento!”.

Pero el que más trascendió fue el que pronunció cuando se cayó de culo al salir de la misa de una en la catedral. Las grandes losas estaban mojadas y hasta se manchó la gabardina blanca. Cuando se puso en pie lanzó el juramento que estremeció a todos los fieles: “¡Mecagoen el Cabildo Catedralicio, los Canónigos Capitulares y hasta su Eminencia Reverendísima!”.

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