Todo el mundo pensaba que reunía las condiciones. Y así, después de lograr con más o menos tretas los anhelados pases, mucha gente disfrutó de la ansiada travesía en el soberbio bergantín.
Amaneció un día oscuro y plomizo, con chubascos y vientos que obligarían a elegir prendas más propias de la zarzuela “Marina”, para protegerse de los rigores no contemplados cuando se inscribieron. Cuando subieron a bordo se fueron agrupando en la cubierta junto a la Toldilla o el Alcázar, el Combes y el Castillo, alrededor de los imponentes palos. Por cierto el palo mayor del navío medía cincuenta y cinco metros.
Pasaron la mañana admirando las maniobras, torcido el cuello de contemplar el velamen que les protegía en parte de los repetidos chaparrones que barrían la borda, limpiando las consecuencias de los mareos en cuanto el coloso hincó la proa al salir a mar abierto. Había rostros intensamente pálidos de hombres fornidos y aspectos penosos de algunas damas que habían perdido el maquillaje y con los pelos como escobas no parecían sino desear que su loca aventura acabara cuanto antes.
Lo peor era la inmovilidad y el tener que sujetarse como se pudiera para no caerse. Aunque a mediodía, bajo el Combes, comenzaban a subir fuertes olores a guiso que alimentaban los estómagos castigados por las inclemencias del tiempo. Tales olores se fueron extendiendo por todo el buque y casi todo el mundo fantaseaba sobre la suerte de asistir a una comida rusa regada con vodka, cuando de repente se distribuyeron numerosos marineros portando bolsas de plástico con lo que al parecer sería la comida a bordo, pues contenían una botella pequeña de “Agua de Solares”, un bocadillo de mortadela, chorizo o jamón y una manzana, para general decepción. Y nada más consumir el frugal almuerzo se ponía proa a Santander mientras los de popa se refugiaban como podían del frío viento que soplaba de nordeste.
Al descender a tierra, las caras un poco ajadas y las sonrisas forzadas eran elocuentes de lo que había sido una travesía inolvidable.